Por Marcelo Deville y Pablo Rodríguez.
Podríamos definir un contrato como:
- un conjunto de derechos y obligaciones
- asumidos libremente por dos o más personas
- que habitualmente se refleja en un documento (el contrato)
- que dicho contrato, en caso de incumplimiento, da al perjudicado el derecho a forzar judicialmente su cumplimiento (cumplimiento forzoso) o a reclamar una indemnización.
Podemos así hablar de un contrato de compraventa, de arrendamiento de un inmueble, de préstamo….
Tradicionalmente ha habido tres ámbitos potencialmente conflictivos en la vida de los contratos:
1) Determinar que el contrato cumple con los elementos esenciales para su validez, es decir: consentimiento, objeto y causa (artículo 1.261 del Código Civil).
En efecto, la validez de un contrato requiere que no existan vicios de la voluntad.
Esto significa que las obligaciones que en él se recogen se hayan asumido libremente y teniendo conciencia informada de las consecuencias de las mismas.
Adicionalmente requiere que las obligaciones sean jurídicamente posibles (objeto del contrato) y la causa de las mismas no sea contraria a la ley, a la moral o al orden público (artículo 1.255 de Código Civil).
2) La participación de las partes en el establecimientos de las condiciones del contrato
Aquí habría que distinguir entre los contratos asumidos entre partes situadas en una situación de igualdad (principio general) de los contratos firmados en el marco del derecho de defensa de los consumidores y servicios financieros
En los contratos en situación de igualdad, una vez aceptadas las condiciones por las partes no hay marcha atrás (salvo que se pacte expresamente).
En cambio, para los contratos entre consumidores y servicios financieros, el consumidor, al margen de lo que firme, tendrá siempre un derecho de desistimiento
Se reforzará la necesidad de que deba estar bien informado gracias a una actitud proactiva del proveedor de servicios o entidad financiera.
Además, en este último caso el consumidor no tiene margen (o un margen muy pequeño) para negociar las condiciones del contrato.
3) La ejecución del contrato
Es decir, en caso de incumplimiento, la parte perjudicada debe, normalmente, plantear una reclamación (judicial o extrajudicial) para la ejecución forzosa del contrato o para la reclamación de una indemnización.
Centrándonos ahora en los “Smart Contract” o “contratos inteligentes”, la ejecución del contrato en caso de incumplimiento, queda resuelta.
Son los algoritmos los que ejecutan el contrato y, por tanto, no es necesario acudir a un juzgado u órgano arbitral para ejecutarlo.
Este extremo supone una ventaja enormemente relevante frente a los contratos tradicionales.
Su cumplimiento es casi inexorable: una vez se produce el evento previsto en el algoritmo, el contrato se ejecuta automáticamente.
Respecto a las dos cuestiones anteriores (validez del contrato y negociación de las cláusulas) la problemática se mantiene prácticamente intacta en lo esencial.
Eso sí, dar marcha atrás ya no es posible y eso puede acarrear graves consecuencias.
Por ejemplo, si se acredita “a posteriori” un vicio de la voluntad en la firma de un contrato inteligente (porque una de las partes fue obligada o no sabía lo que estaba haciendo), ya no se pueden deshacer las consecuencias del «contrato».
La única vía de subsanación sería la indemnización al perjudicado, siempre y cuando el perjudicado pudiese determinar a que persona o empresa demandar (lo cual no siempre será posible).
Pensemos en un pool de minería o en un pool de liquidez, ¿cómo podríamos demandar a un software que permite trabajar de forma cooperativa?
Por otro lado, en el ámbito del derecho de los consumidores o de servicios financieros, la aplicación de los derechos de información y la posibilidad de desistimiento no son imposibles, pero sí problemáticos.
En consecuencia: si estamos ante dos partes en condiciones de igualdad (un almacén y un transportista, por ejemplo), no hay problema; se aplica el principio “pacta sunt servanda” (hay que cumplir lo firmado y punto).
Ahora bien, si un proveedor de servicios o una tienda destinada al gran público, una entidad financiera, etc. prepararan una modalidad de “contrato inteligente”, deberían prestar especial cuidado en garantizar la posibilidad de desistimiento por parte del consumidor o de verificar que el consumidor estaba bien informado (especialmente en servicios financieros)
De lo contrario, muchos de estos contratos terminarían ante las juntas arbitrales de consumo y/o ante los juzgados.
Conclusión
En definitiva, la imposibilidad material (o cuasi-imposibilidad) de anular un contrato inteligente, ya sea por vicio del consentimiento, por incumplimiento del derecho de información o por desistimiento de un consumidor generan serias dudas jurídicas en la consideración de los “Smart Contract” como auténticos contratos, al menos tal y como estos son concebidos por nuestra normativa civil y mercantil.
A modo de reflexión final, la imposibilidad de revertir (en la mayoría de los casos) un «Smart Contract” hace especialmente relevante la necesidad de una información previa a la firma del contrato (o acción equivalente a la firma).
Es decir, que la parte “débil” (el consumidor) supere un filtro previo del que se derive que ha sido debidamente informado y ha entendido las consecuencias de las obligaciones que está a punto de asumir.